lunes, 18 de abril de 2011

A Blanca.

Ahora que tus palabras son de adulto
y tus ideas están aun tiernas.
Ahora que las fronteras caen a tu paso
pisadas con andares de mujer, descalzos.

Ahora que tus curvas dominan el mundo
y tu mente precipita planes.
Ahora que tu conciencia suena a grillo
y el límite de tu concentración es rubio.

Ahora que el tiempo se frena a tus súplicas
y los días se continúan en las noches,
sin preguntas.

Ahora que parece ser que tú decides
y te toman en serio por una cifra,
ahora que tú puedes ser quien quieres,
es tu momento.

sábado, 9 de abril de 2011

La casa de los Del Valle

Cuando llegaron los vientos del sur toda la situación del pueblo se trastocó. El frío se apoderó del ganado, los árboles intentaron espantarlo pagando el precio de sus hojas y el trigo se volvió azul. A las ráfagas raras y el zumbido de los pájaros cambiando su rumbo se les unieron los gritos de los niños que no tenían cereales por las mañanas. Al principio no se pudo aprovechar el trigo por el insólito cyan que cogió, lo que les dejó sin pan. Luego fueron las vacas las que empezaron a enloquecer, su leche se volvió amarga y se peleaban entre ellas hasta arrancarse trozos de piel, y de carne, hasta morir como una plaga. De repente, en este pueblo de montaña, se vieron en la necesidad de echar mano de los víveres de los graneros, de cotizar la rebanada a precio de oro y matar a los conejos que guardaban para las fiestas. Los cerdos murieron de hambre, y los niños se quejaban en casa, no iban a clase porque les faltaban las fuerzas para andar hasta la escuela, y el párroco no tenia pan de hostia para las misas, ni vino ni espíritu.

En la casa de los del Valle, Ernesto del Valle, como antiguo carnicero y padre de familia, tomó la decisión de encontrar comida. Es muy fácil plantearse una búsqueda, pero no un encuentro. Esa mañana avisó a su familia de que tomaría medidas:
-“Antes terminar con la biblioteca que mi familia pase hambre”.

Fue a la estantería, cogió uno de los mejores libros de la biblioteca, un libro de poemas y fuerza, de guerra y furia, de amistad y dolor. Ernesto mantenía que si palabras tienen que entrar en sus entrañas y pegarse a las paredes de su estómago, quería que fuesen palabras de calidad. No quería que literatura cutre y pastosa le causase una indigestión a esas alturas, que con el mal de montaña y la falta de vitaminas, sólo lo empeoraría. Cogió el libro, lo empezó a deshojar y a meterlo en una cacerola con agua y sal, y lo poco de aceite que quedaba. Cuando se coció, nos lo puso en el plato, hojas disueltas, tintadas de azul, mezcladas con el tenedor del que se escurría, justo como las verduras de hoja grande.

“Con todo el hierro de estos poemas, hoy comeremos acelgas”.