martes, 2 de febrero de 2010

El almacén de las palabras no dichas.

Ella era la guardiana de las palabras no dichas. Y es que existe un almacén a donde va todo lo que nunca se dice. Todas las palabras que nos tragamos, pegajosas entre saliva, que dejamos entre el caos de nuestras ideas, que no decimos por miedo a la respuesta o porque sabemos, que podrían cambiar la historia. Son esos “te quiero” por los que no se derribaron muros, esos “lo siento” por los que cayeron los grandes imperios. Todos ellos, se quedan flotando en el aire, a la espera de que el emisor, en algún momento, decida tomarlas de nuevo y retomar la conversación, recoger las pobres palabras abandonadas en la cuneta.

La idea de construir un almacén surgió de la problemática de la materialización de estas frases. Cada palabra que no se decía era susceptible de cambio para que se pudiesen usar de nuevo. Porque habría que dar explicaciones, detalles del por qué no se dijo, contar el contexto y la historia, qué fue lo que cegó nuestros impulsos y nos hizo caer en un charco de silencio. Así, cada vez las palabras se reproducían y duplicaban, se hinchaban y cada vez ocupaban más espacio, dejando menos hueco para las personas. Y como eran más grandes, eran más visibles, e iban acompañando a su proyecto de emisor. Como si fuesen un manojo de globos de helio de colores, iban retumbando por encima de nuestras cabezas, haciéndose cada vez más grandes y vistosas, y haciéndose más propensas a que su receptor las viese. Y si se veían, ya no tenían utilidad, se eliminaba el factor sorpresa, hacía que la gente se sonrojase al ver los secretos mejor guardados escritos en palabras, revoloteando por encima de la cabeza de algún conocido.

Así que se decidió comenzar la construcción de un almacén que recogiese las palabras. Por las noches iban llegando a esta biblioteca de las intenciones los visitantes. Llegaban ocultos en bufanda y gorro, dejaban su puñado de deseos en el caldo de cultivo de la trastienda y se iban. Pero el único problema del almacén, era que sus dueños los abandonasen como a los perros cojos y no volviesen a por ellos, que la suerte del destino no es buena niñera de las palabras, y somos nosotros los que debemos moldearlas y darles fuerzas para que lleguen lejos y cumplan sus funciones. Para impulsarlas hacia el cielo y que la realidad se haga oíble, legible, palpable y asimilable, que lo que es cierto, salga y vuele, no que se quede en una caja empolvada en el almacén de palabras.
Si lo sientes, dilo. *Mapi* 2 Febrero 2010

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