lunes, 10 de octubre de 2011

La depresión de la cebolla

Si hubiese un libro llamado “La depresión de la cebolla” seguro que sería francés, con una protagonista de treinta y muchos o cuarenta y pocos depresiva y sola, que no solitaria, con ocho mil referencias culturales y escrito en primera persona.

Comenzaría, muy seguramente, con una reflexión a cerca de la lagrimogeneidad de las cebollas. Vale, sí, comenzaría inventándose una palabra que expresase la capacidad de las cebollas para hacerte llorar sin tú quererlo. Con esas lágrimas que te sacan sus capas con ganchos, arrancándotelas de los ojos como si estuviesen pariendo mercurio los lacrimales. Diría que las cebollas en verdad no quieren ser el vegetal temido. Que si están cubiertas con muchas capas es porque temen, en algún sentido, ser desvestidas de su corteza opaca y seria. Pero les sale mal el invento, y al final lo único que consiguen son capas crujientes, quebradizas, transparentes pero opacas, múltiples pero inútiles al fin y al cabo. ¿Y quién tiene piedad por las pobres? Nadie, siempre acaban siendo el aderezo cabrón (con mil perdones) que pone como prueba de fuego esas lágrimas insanas y viles que condimenten. Pobres de ellas, que por dentro son blancas y si llegas al corazón las desarmas de toda protección.

Entonces vendría la prota francesa, solitaria y archiculta pero subestimada por la sociedad y nos diría que ella era como esas pobres cebollas, que tienen la capacidad de hacer llorar al resto del mundo pero incapaces de llorar con sinceridad ellas mismas. Diría que se le había acartonado el alma de intentar sacar lo mismo que las cebollas, algo de sabor. Que estaba desnuda en el fondo, y en la superficie también. Que en su rutina de zapato, camisa y maletín se había enterrado de montones de nimiedades falsas y rutinarias, repetitivas, soeces, sosas, insulto para cualquiera con la más mínima imaginación y curiosidad. Diría que buscaba en los pequeños detalles algo que la hiciese volver a enamorarse de aquellas mismas chuminadas que antes la hacían feliz, pero que no había lugar para el amor a las tonterías materiales cuando no había materia sino vacío en su alma. Que qué más daría el llenar cuartos de cuadros y estómago de alimento si era justo el corazón el que no se dignaba a llenarse. Que día tras día, dormía sola y comía sola, hablaba sola y andaba sola. Que había amigos y gente, había motivos proscritos en sucesos de telediario, había plomo en sus suelas y desazón en su aceitera.

Que cómo podía nadie odiar a las pobres cebollas si nadie, absolutamente nadie sabía por lo que pasaban si no habían estado antes en su piel y mundo.

En ese punto, una vez presentada, pasarían unos días de su nublada existencia y veríamos que es profesora de instituto en un colegio semi de bien, con sus niños majos y sus adolescentes revolucionados. Que con una se veía identificada, que había un profe que le hacía tilín y un coordinador que le hacía la vida imposible. Puesta tanta depresión al final podían pasar varias cosas.

Podía, a.- aparecer un tío increíble con el que se labra una amistad de oro, van al cine a ver pelis en versión original, se van de excursión a la campiña, se prestan libros y acaban liados felices y fin.

Podía b.- cambiar de curro para no tener tanto tiempo libre y conocer a más gente, cambiar de aires y de estilo.

c.- Irse fuera de la ciudad en la que estuviese, adoptar un niño, comprarse un perro (mejor olvidamos lo de adoptar), apuntarse a teatro, apuntarse a un máster…

O podía sumirse en la desgracia, yo qué sé, tener una enfermedad tocha, destructiva y aislante, o tener algo más truculento como enamorarse de un casado, que justo coincide que ella no es la otra, sino “una de las otras” y “la otra” (la de verdad, la segunda) lleva a los niños a su colegio (en caso de que decida quedarse en el colegio como profesora, aunque siendo un libro francés sería “maestra”). Bueno, y sus propios niños también están en ese colegio y se odian a muerte por cosas de la infancia y no saben que sus padres se ven a espaldas de los otros cónyuges. Podían acabar divorciándose, presentando a los niños como hermanos, entonces dejaría a la profesora, que tras una volátil y promiscua relación de 13 semanas se vería inmersa en los helados de bote cilíndrico y capítulos de Sexo en Nueva York versión francesa.

También podíamos hacer que se apunta a clases de baile y ahí conociese a alguien. Bueno, vamos a ser más realistas, lo más probable es que conozca a un amigo de una amiga, no a un latino que baila tango los miércoles por la noche en una academia del norte de Toulouse para sacar su vena pasional. Eso, lo más probable, es que no exista.

Podía irse de viaje ella sola, en plan mochilero, despojándose de sabrá ella qué, que para eso es la deprimida, y conocer a un chico. O a una chica. Eso es, ¿por qué no una chica? Siempre se plantea que cae un desconocido (justo del sexo opuesto) del cielo, que completa a la persona y le echa una cuerda para sacarlo del pozo. Pero si esa persona no le hace a la protagonista replantearse sus esquemas, la relación es una falacia. Entonces propongo, para el futuro écrivain de “La depresión de la cebolla” que a la protagonista le tiene que dar dolor de cabeza antes de quitarse las capas y dejar de hacer llorar a la gente. Además, si apareciese una medio moderna de veintimuchos, pero veintimuchos casi treinta, con diferencia de edad pero no de aires, podría haber escenas muy de cine. Muy peliculeras, con giros de cámara y una escena grabada desde la fachada de una cristalera de un café de época por la Malasaña de Toulouse. Entonces la moderna en cuestión estaría con sus botas de cuero altas en una mesita de mármol gris, con un piti en la mano cogido por dedos largos y la rodilla apoyada en la mesa. Con un café detrás del libro y aires de meticulosa evasión, casualmente estética y rigurosamente espontánea. Tendría el pelo corto pero cuco, los ojos sin pintar pero remarcados por pestañas tupidas y cejas marcadas. Tendría un par de pecas debajo de su ojo izquierda y los ojos pardos, cambiantes según la luz. Entonces la protagonista pasaría allí un día a tomar el café en el recreo y se… no espera, es más escena de siete de la tarde. Iría un día por la tarde a tomar un café y esperar a una amiga que nunca llega, evidentemente.

Le daría su vena de fumadora social y le pediría por favor un cigarro, lo más normal del mundo, y ella se giraría 100 grados a su izquierda (hay que imaginarse el perfil izquierdo de la moderna, que es el bueno) para elevar el cuello, echar el aire, sonreír un poco y decir que sí, que le deja el cigarro. Y ella diría siendo un poco vacilona sin querer “¿sólo dejar?” Y la moderna responde “Yo te pensaba dar uno entero, pero si quieres vamos a pachas”, y le da el cigarro, con la rodilla apoyada en el borde de la mesa y el café a medias. Ella no sabe por qué, pero le dice que vale y acepta el piti a pachas, le sonríe y fuma. Dice “ay, qué bien sienta”, y la moderna le dice “es veneno, pero socialmente aceptado”, y ella le responde “más o menos como el café, ¿no?”, y ella dice “eso lo dice la gente no ha aprendido a hacerlo imprescindible”. Y como a la prota le ha caído bien la moderna, viendo que se le ha acabado ya la taza que tenía detrás del libro, le invita a uno, y se sientan a hablar sin saber exactamente por qué. Pero se ponen a hablar y se caen bien, muy bien. No se dan los teléfonos, pero a los dos días están de nuevo allí, tomándose otro café y fumándose otro cigarro. Sin saber cómo, ella está un poco más feliz todos los días y cada vez que toma el café de la mañana se acuerda de ella y quiere verla, y comentarle la perla que ha soltado uno de los alumnos. Le apetece ir a una exposición con ella, que le ha comentado que le gusta el cubismo. Y así sucesivamente, con el no saber qué hace exactamente hasta un día en que una amiga le pregunta que qué tal. Justo se lo pregunta la amiga que la había dejado esperando en el café, irónicamente. Entonces ella pone esa sonrisita de “he conocido a alguien”, esa mirada de “estoy deseando que me preguntes pero no sé exactamente qué quiero responder”.

Aún no ha habido ni beso ni nada, sólo quedadas, cafés y la exposición esa. Empieza a comerse la cabeza, a plantearse si su amiga moderna está planteándose algo con ella, entonces primero decide auto plantearse si ella está buscando algo más en es relación espontánea, y no sabe qué contestarse. Se hace un lío, comienza a fumar más, a tocarse el cuello y a pensar 24 horas al día en ello.

Y en ella.

Cada vez come menos y quiere verla más, y no sabe qué hacer, si a ella le gustaban más los hombres que a un tonto un lápiz. Aunque hacía mucho tiempo que no aparecía ninguno especial. Pero mucho mucho, o ellos eran raros o ella no estaba receptiva o no coincidían entre seis mil millones. Es imaginarse tocándole el brazo con la yema de los dedos y toda su espalda se eriza como un puercoespín, casi suda de los nervios y pone los ojos en blanco. Entonces quedan de nuevo, es inevitable, es inaguantable, inasumible no contarle todo eso. Si la cagaba, quería cagarla del todo, hasta la médula, que ella no quisiese verla ni saludarla por la calle, pero al menos su nueva faceta lésbica estaría tranquila con su conciencia y su nueva percepción del mundo. Hablarían, en medio de la calle, tiempo nublado, abrigo de Noviembre, debajo de un voladizo y con viento removiendo la acera. Habría un quiosco en la calle, alguna farola bonita. Haría frío en todos sitios menos en su nariz y en sus mejillas. El corazón causaría terremotos en Hawai y sus labios al ver que la estaban besados, serían capaces de hacer arder el Amazonas.

Entonces, escritor, habría que plantearse si se le llamaba “La depresión de la cebolla” o “El canto de la cebolla”. Pero al ver el poema de Hernández, lo dejaría como lo planteó al principio y lo publicaría en 300 páginas, casi guión de cine, para que la gente pudiese ponerse en la piel de los pobres vegetales, que al final no saben si llorar de felicidad o desnudarse de tanta capa para sincerarse.

3 comentarios:

  1. Si tu sexualidad ha girado y va en pos del lesbianismo, sólo cabría matar a todos los especímenes del sexo masculino que pululan o han pululado a tu alrededor; por su incompetencia y por su ceguera.

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  2. Mapi,soy Teresa Linares. Hacia tiempo que no me pasaba por el blog, pero el otro dia se me cruzó un cable. He vuelto para quedarme ^^

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  3. He llegado en diagonal a los diálogos y me han parecido estupendos; me he quedado y, luego, todo lo demás, aún más. Enhorabuena.

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