miércoles, 22 de febrero de 2012

La caja azul.

Cuando era pequeña notaba que me faltaban mis abuelos. Sabía que cuando en el cole organizaban meriendas con ellos, en las que los niños les enseñaban su clase y sus colores, sus mesitas bajas hexagonales y sus pizarras grandes, yo no podría llevar a nadie. Sacaban chocolate caliente, montañas de bollos y todos los niños iban como si tuviesen un globo, correteando por allí con el brazo dislocado y el abuelo persiguiéndole detrás, con cara de embobado. Yo era de los que estaba de lado y llegaba a casa diciendo que no había podido llevar a nadie cuando todo el resto tenía a quién llevar, y mi madre me recordaba que mi abuela vivía lejos. Pero yo sabía que no estaba tan lejísimos, se te hacía de noche en el coche si salías después de comer, pero no era tan lejísimos. Además, ella no tendría ni que pedirle permiso al abuelo porque él si que no podía venir porque estaba muerto. Y ahí me quedaba yo, sin respuesta y sin abuelo al que llevar.


Justo ese invierno de antes había sido de subir y bajar todo el rato al norte al hospital. A mí me metían en el coche y cada vez me enseñaban un hospital diferente en el que había que estar más en silencio. Venía alguna de mis tías y me compraba un cuadernito de colorear números con un color marcado, que a mí me aburrían porque no me dejaban pintar lo que yo quería. Eso y un sacapuntas de un trenecito muy gracioso, de colorines, que cuando le dabas a una manivela que llevaba en el morro sacaba punta. Y con el trenecito me pasaba los viajes de vuelta, y me decían que la abuela había cogido mucho mucho frío por salir sin bufanda y sin guantes en invierno a la calle. Esta era mi otra abuela, la que si tenía excusa porque creo que en ese momento ya estaba muerta o todos lo intuíamos. Era pequeña, eso del tiempo era cosa de adultos. La otra era simplemente que no le daba la gana venir a vernos.


En uno de los hospitales me dieron un regalo de cumpleaños. Y no pude jugar con él porque los hospitales eran sitios serios donde no se podía jugar, me decían. Pero luego también un día que mi abuela estaba mejor, fuimos mi tía, con mi hermana y alguien más, a la habitación de la abuela con la coronita de feliz cumpleaños que nos habían regalado. Era una diadema plateada de los chinos, hortera pero muy graciosa, como de princesita, en la que ponía felicidades en pequeñito. Fuimos para el cuarto y mi tía la de los colores se puso la diadema en la cabeza, cogió una botella de agua con la otra mano y un cuaderno que había por ahí encima. Levantó el brazo de la botella y se proclamó la estatua de la libertad. Yo me reí un montón, creo que fue la única vez que me reí estando en el hospital. Luego otra vez fuimos en un ascensor que hablaba.


Cuando acabó esta época vino la de ir a su casa vacía y recogerlo todo. Confieso que aun hoy en día solo me acuerdo de la casa vacía, cuando ya no había abuelos y sólo había montañas de cosas, y polvo y un color opaco y olor a naftalina fuerte. Tenía techos altos, muebles viejos y muchos libros en un despacho. Lo primero que yo hice fue entrar en ese despacho y apropiarme de una cajita que encontré por ahí encima. Al día siguiente íbamos a volver, así que la dejé encima de una silla en medio del despacho para volver a por ella al día siguiente antes de salir otra vez de vuelta. Cuando llegué a recogerla había dentro una mariposa muerta. Supongo que la dejaría abierta, o yo ya no sé, pero el caso es que me aferré a aquella caja azul como si fuese mi vida. Era como de joya, para un colgante, pero de cartón, no tenía nada. Lo tenía todo si tenías 6 años.


Tenía la magia, de ser lo único que recuerdo con cariño de la casa de mis abuelos, de haber tenido una mariposa y de poder llegar a ser lo que yo quisiese. Podría haber desaparecido si hubiese querido, metiéndome en la cajita. Y me volví a mi casa, de vuelta en el coche, con la pesadumbre de vaciar una vida, con mi caja azul marina.


Al día siguiente había clase. Y yo me fui con mi tesoro a enseñárselo a la persona a la que creo, más quería en ese momento, que era mi profesora de guardería. Era mayor, veterana en preescolar, abuela sin nietos y felicidad murciana. Era la ternura en el carácter, una luchadora que nos apadrinó a mi mejor amigo y a mí como nietos y se cambió de ciclo para seguir siendo nuestra profe. Era la que me preguntaba que por qué estaba triste cuando no podía llevar a mis abuelos a las chocolatadas y la que me decía buenos días por la mañana desde su bata blanca. Era como un ángel de la guarda para mí.


El caso es que fui con mi secreto hecho caja y se lo di en mano para que lo viese. Entiendo que la situación fuese un poco confusa para ella, porque cuando lo abrió no había ni joya ni objeto que prometía el envoltorio. Sólo había hueco y desamparo. Pero ella sólo vio la caja, y no creo que hubiese visto la intención. De hecho no me acuerdo a dónde fue a parar ni tan siquiera, no sé si me la devolvió o se la quedó. No sé siquiera si alguien de mi familia sabía que la tenía. Creo que de eso sólo me acuerdo yo, que para algo tenía 6 años y conciencia.


Muchas gracias a mis correctores favoritos, que me torturáis con críticas malvadas y me reclamáis más entradas.

sábado, 28 de enero de 2012

Granada y sus olores.

Desde que pasé la delgada línea que te incita la edad adulta cogí una costumbre que sigo manteniendo aun hoy día. Cada vez que paso por Granada voy a aquella tienda de té de hace cien años y pido uno nuevo, uno rico y el de mil flores. Es curioso como los olores acaparan una parte de tu cerebro que hace saltar recuerdos aun intentando taparlos con cemento. Tienen ese poder que perdura y viaja, como un agujero negro entre tu infancia, el plástico malo de los juguetes, el pica pica, los libros nuevos, un bareto de mala muerte y la casa de algún buen amigo. Te atrapa hasta el suavizante que tu madre usaba. Te lo recuerdan los jerseys, incluso los jabones de la facultad o la colonia que usaba tu padre cuando eras una cría. Son esos olores que te dejan desnuda en tu conciencia, te atan de manos a una silla y te proyectan la cinta de lo que pasó mientras tu nariz cataba lo que procediese. Una pesadilla o una sorpresa que te alegra el día.

En mi caso, aquella tienda de té tenía más de erótico soterrado y de familiar que de exótico y atemporal. Una vez, cuando acababa de empezar la facultad, me fui con unos muy buenos amigos o hermanos de sangre, por uno u otro motivo, a Granada. A ver por fin la Alhambra, a tapear como cosacos y enamorarnos a más no poder. Era esa efervescencia del sur que, te hayan dado vela o no en ese entierro, te viola y no te deja impune.

Si Granada fuese mujer, sería morena y de caderas anchas. Se reiría fuerte y tendría ojos de morisca y boca de española. Sería el resultado de una aventura entre dos razas puras que reniegan de la otra por no querer entenderse, pero lo hacen, y de qué manera. Tendría fuerza en las manos, andaría a taconazos, de muslos anchos y carácter fuerte. Sería tan linda que daría miedo acercarse. Creo que por eso los granaínos tienen fama de mala follá, porque en el fondo temen que les cambien su ciudad, y la cuidan con irascibilidad y acidez. De primeras, que luego te cogen de los hombros y se convierten en el mejor huésped y acompañante de toda Andalucía.

viernes, 13 de enero de 2012

Nuria se levanta cada día a las 10 de la mañana haciendo el amor.

Nuria se levanta cada día a las 10 de la mañana haciendo el amor. Hace de despertador de las hormonas del bloque y se pone en pie con el pijama, hacia la taza de café y un tazón de fresas. Va con calcetines, culottes, camiseta de tirantes blanca y mancha de chocolate a media espalda. Vive en el 5º y yo en el 4º. Y cada mañana, a eso de las diez, escucho como se levanta, como coge su taza, su tazón y su alma y se apoya en el alfeizar, mirando no sé qué allá abajo. Le sonríe al mundo y le avisa a voces de que ya está en pie, preparada para comérselo. Luego se camufla el deseo en ropa y baja a la calle, bolso y carpeta en mano. Y ahí la pierdo de vista y puedo decir que ya tengo la energía para seguir un día más.

Nuria vive en mi calle pero no somos vecinos. Son bloques enfrentados con 4 carriles de por medio, semáforo e incluso distancia. Pero desde mi casa se ve lo que hace por las mañanas y lo que piensa y lo que medita cuando agacha el libro que lee en el sofá marrón esquinero, con los pies subidos sobre una manta.

Igual los carriles que hay entre medias son de ropa y no de coches, y en realidad compartimos en mismo patio de luces, el mismo conserje y el mismo ascensor. Igual sé cómo se apellida y que vive tan acompañada que soy yo el que vive sólo. Y sonríe por las mañanas y se aferra a la carpeta cuando sube a su piso donde le esperan o espera. Pero no me espera. Igual es ese no saber que existimos lo que no nos hace vecinos.

Porque los vecinos se piden sal y se piden que cuide a los niños y se preguntan por las navidades y se dicen que parece que el tiempo va a abrir. Pero yo, me temo, que no puedo acabar de hablar con ella. No porque no oiga, que escucho y atiendo, aunque poco a poco se pierde, igual que la voz que me lleva abandonando desde que me la dieron. Y para cuando llega una persona con quien la quiero usar, hace estragos en su ritmo solapándose con el nerviosismo y suelta pitos y cruces. Según el logopeda es normal, y sólo puedo ralentizarlo, controlando que se vaya tarde. Y Nuria sube conmigo, en el ascensor, y yo me imagino que subo con ella, y que le digo algo. Lo he ensayado mil veces en el espejo, hablando calmado y sin saber qué hacer con las manos. Tartamudeando incluso y tropezándome con mis buenas intenciones metiéndome en el lodo que yo he mojado. Así que me limito a escuchar cómo se levanta a las 10 de la mañana haciendo el amor, y cómo sube con su olor a champú en su nube de pelo a su casa.

lunes, 10 de octubre de 2011

La depresión de la cebolla

Si hubiese un libro llamado “La depresión de la cebolla” seguro que sería francés, con una protagonista de treinta y muchos o cuarenta y pocos depresiva y sola, que no solitaria, con ocho mil referencias culturales y escrito en primera persona.

Comenzaría, muy seguramente, con una reflexión a cerca de la lagrimogeneidad de las cebollas. Vale, sí, comenzaría inventándose una palabra que expresase la capacidad de las cebollas para hacerte llorar sin tú quererlo. Con esas lágrimas que te sacan sus capas con ganchos, arrancándotelas de los ojos como si estuviesen pariendo mercurio los lacrimales. Diría que las cebollas en verdad no quieren ser el vegetal temido. Que si están cubiertas con muchas capas es porque temen, en algún sentido, ser desvestidas de su corteza opaca y seria. Pero les sale mal el invento, y al final lo único que consiguen son capas crujientes, quebradizas, transparentes pero opacas, múltiples pero inútiles al fin y al cabo. ¿Y quién tiene piedad por las pobres? Nadie, siempre acaban siendo el aderezo cabrón (con mil perdones) que pone como prueba de fuego esas lágrimas insanas y viles que condimenten. Pobres de ellas, que por dentro son blancas y si llegas al corazón las desarmas de toda protección.

Entonces vendría la prota francesa, solitaria y archiculta pero subestimada por la sociedad y nos diría que ella era como esas pobres cebollas, que tienen la capacidad de hacer llorar al resto del mundo pero incapaces de llorar con sinceridad ellas mismas. Diría que se le había acartonado el alma de intentar sacar lo mismo que las cebollas, algo de sabor. Que estaba desnuda en el fondo, y en la superficie también. Que en su rutina de zapato, camisa y maletín se había enterrado de montones de nimiedades falsas y rutinarias, repetitivas, soeces, sosas, insulto para cualquiera con la más mínima imaginación y curiosidad. Diría que buscaba en los pequeños detalles algo que la hiciese volver a enamorarse de aquellas mismas chuminadas que antes la hacían feliz, pero que no había lugar para el amor a las tonterías materiales cuando no había materia sino vacío en su alma. Que qué más daría el llenar cuartos de cuadros y estómago de alimento si era justo el corazón el que no se dignaba a llenarse. Que día tras día, dormía sola y comía sola, hablaba sola y andaba sola. Que había amigos y gente, había motivos proscritos en sucesos de telediario, había plomo en sus suelas y desazón en su aceitera.

Que cómo podía nadie odiar a las pobres cebollas si nadie, absolutamente nadie sabía por lo que pasaban si no habían estado antes en su piel y mundo.

En ese punto, una vez presentada, pasarían unos días de su nublada existencia y veríamos que es profesora de instituto en un colegio semi de bien, con sus niños majos y sus adolescentes revolucionados. Que con una se veía identificada, que había un profe que le hacía tilín y un coordinador que le hacía la vida imposible. Puesta tanta depresión al final podían pasar varias cosas.

Podía, a.- aparecer un tío increíble con el que se labra una amistad de oro, van al cine a ver pelis en versión original, se van de excursión a la campiña, se prestan libros y acaban liados felices y fin.

Podía b.- cambiar de curro para no tener tanto tiempo libre y conocer a más gente, cambiar de aires y de estilo.

c.- Irse fuera de la ciudad en la que estuviese, adoptar un niño, comprarse un perro (mejor olvidamos lo de adoptar), apuntarse a teatro, apuntarse a un máster…

O podía sumirse en la desgracia, yo qué sé, tener una enfermedad tocha, destructiva y aislante, o tener algo más truculento como enamorarse de un casado, que justo coincide que ella no es la otra, sino “una de las otras” y “la otra” (la de verdad, la segunda) lleva a los niños a su colegio (en caso de que decida quedarse en el colegio como profesora, aunque siendo un libro francés sería “maestra”). Bueno, y sus propios niños también están en ese colegio y se odian a muerte por cosas de la infancia y no saben que sus padres se ven a espaldas de los otros cónyuges. Podían acabar divorciándose, presentando a los niños como hermanos, entonces dejaría a la profesora, que tras una volátil y promiscua relación de 13 semanas se vería inmersa en los helados de bote cilíndrico y capítulos de Sexo en Nueva York versión francesa.

También podíamos hacer que se apunta a clases de baile y ahí conociese a alguien. Bueno, vamos a ser más realistas, lo más probable es que conozca a un amigo de una amiga, no a un latino que baila tango los miércoles por la noche en una academia del norte de Toulouse para sacar su vena pasional. Eso, lo más probable, es que no exista.

Podía irse de viaje ella sola, en plan mochilero, despojándose de sabrá ella qué, que para eso es la deprimida, y conocer a un chico. O a una chica. Eso es, ¿por qué no una chica? Siempre se plantea que cae un desconocido (justo del sexo opuesto) del cielo, que completa a la persona y le echa una cuerda para sacarlo del pozo. Pero si esa persona no le hace a la protagonista replantearse sus esquemas, la relación es una falacia. Entonces propongo, para el futuro écrivain de “La depresión de la cebolla” que a la protagonista le tiene que dar dolor de cabeza antes de quitarse las capas y dejar de hacer llorar a la gente. Además, si apareciese una medio moderna de veintimuchos, pero veintimuchos casi treinta, con diferencia de edad pero no de aires, podría haber escenas muy de cine. Muy peliculeras, con giros de cámara y una escena grabada desde la fachada de una cristalera de un café de época por la Malasaña de Toulouse. Entonces la moderna en cuestión estaría con sus botas de cuero altas en una mesita de mármol gris, con un piti en la mano cogido por dedos largos y la rodilla apoyada en la mesa. Con un café detrás del libro y aires de meticulosa evasión, casualmente estética y rigurosamente espontánea. Tendría el pelo corto pero cuco, los ojos sin pintar pero remarcados por pestañas tupidas y cejas marcadas. Tendría un par de pecas debajo de su ojo izquierda y los ojos pardos, cambiantes según la luz. Entonces la protagonista pasaría allí un día a tomar el café en el recreo y se… no espera, es más escena de siete de la tarde. Iría un día por la tarde a tomar un café y esperar a una amiga que nunca llega, evidentemente.

Le daría su vena de fumadora social y le pediría por favor un cigarro, lo más normal del mundo, y ella se giraría 100 grados a su izquierda (hay que imaginarse el perfil izquierdo de la moderna, que es el bueno) para elevar el cuello, echar el aire, sonreír un poco y decir que sí, que le deja el cigarro. Y ella diría siendo un poco vacilona sin querer “¿sólo dejar?” Y la moderna responde “Yo te pensaba dar uno entero, pero si quieres vamos a pachas”, y le da el cigarro, con la rodilla apoyada en el borde de la mesa y el café a medias. Ella no sabe por qué, pero le dice que vale y acepta el piti a pachas, le sonríe y fuma. Dice “ay, qué bien sienta”, y la moderna le dice “es veneno, pero socialmente aceptado”, y ella le responde “más o menos como el café, ¿no?”, y ella dice “eso lo dice la gente no ha aprendido a hacerlo imprescindible”. Y como a la prota le ha caído bien la moderna, viendo que se le ha acabado ya la taza que tenía detrás del libro, le invita a uno, y se sientan a hablar sin saber exactamente por qué. Pero se ponen a hablar y se caen bien, muy bien. No se dan los teléfonos, pero a los dos días están de nuevo allí, tomándose otro café y fumándose otro cigarro. Sin saber cómo, ella está un poco más feliz todos los días y cada vez que toma el café de la mañana se acuerda de ella y quiere verla, y comentarle la perla que ha soltado uno de los alumnos. Le apetece ir a una exposición con ella, que le ha comentado que le gusta el cubismo. Y así sucesivamente, con el no saber qué hace exactamente hasta un día en que una amiga le pregunta que qué tal. Justo se lo pregunta la amiga que la había dejado esperando en el café, irónicamente. Entonces ella pone esa sonrisita de “he conocido a alguien”, esa mirada de “estoy deseando que me preguntes pero no sé exactamente qué quiero responder”.

Aún no ha habido ni beso ni nada, sólo quedadas, cafés y la exposición esa. Empieza a comerse la cabeza, a plantearse si su amiga moderna está planteándose algo con ella, entonces primero decide auto plantearse si ella está buscando algo más en es relación espontánea, y no sabe qué contestarse. Se hace un lío, comienza a fumar más, a tocarse el cuello y a pensar 24 horas al día en ello.

Y en ella.

Cada vez come menos y quiere verla más, y no sabe qué hacer, si a ella le gustaban más los hombres que a un tonto un lápiz. Aunque hacía mucho tiempo que no aparecía ninguno especial. Pero mucho mucho, o ellos eran raros o ella no estaba receptiva o no coincidían entre seis mil millones. Es imaginarse tocándole el brazo con la yema de los dedos y toda su espalda se eriza como un puercoespín, casi suda de los nervios y pone los ojos en blanco. Entonces quedan de nuevo, es inevitable, es inaguantable, inasumible no contarle todo eso. Si la cagaba, quería cagarla del todo, hasta la médula, que ella no quisiese verla ni saludarla por la calle, pero al menos su nueva faceta lésbica estaría tranquila con su conciencia y su nueva percepción del mundo. Hablarían, en medio de la calle, tiempo nublado, abrigo de Noviembre, debajo de un voladizo y con viento removiendo la acera. Habría un quiosco en la calle, alguna farola bonita. Haría frío en todos sitios menos en su nariz y en sus mejillas. El corazón causaría terremotos en Hawai y sus labios al ver que la estaban besados, serían capaces de hacer arder el Amazonas.

Entonces, escritor, habría que plantearse si se le llamaba “La depresión de la cebolla” o “El canto de la cebolla”. Pero al ver el poema de Hernández, lo dejaría como lo planteó al principio y lo publicaría en 300 páginas, casi guión de cine, para que la gente pudiese ponerse en la piel de los pobres vegetales, que al final no saben si llorar de felicidad o desnudarse de tanta capa para sincerarse.

lunes, 30 de mayo de 2011

De viva para mis muertos.

Aunque parezca mentira, llevo 14 meses buscando la forma de hacerle saber a cierta persona que yo hace tiempo que estoy muerta. Evidentemente, yo como muerta me veo en la responsabilidad de cederle mi sitio al siguiente, es lo único que tengo que pagar por todos estos años de tan buen vivir.

El problema reside en que para ti, una persona puede estar muerta o viva. Si realmente quieres librarte de alguien sólo tienes que proyectar la secuencia ‘accidente, muerte, funeral, esquela, duelo y recuperación’ en tu indudablemente buena imaginación. Duelo para sus familiares, no tuyo, que tú si que querías librarte de él. Sólo con eso ya te lo has quitado de encima, buen trabajo.

La situación contraria es mucho más complicada. Si para ti alguien vive, no te planteas que esté muerta, menuda estupidez, entonces, ¿cómo le haces a alguien ver que otra persona está muerta? Porque veamos, tú admites la defunción y un buen día, en un conciliábulo entre conocidos, viene el enclaustrado en su conciencia y te dice que el difunto te manda recuerdos.

Ay…he aquí la cuestión.

Llegado a este punto puedo decir que me ha pasado 8 años conviviendo con el espíritu de mi madre, que no decidía a morirse. Todos lo asumimos, ella lo aceptó, con lo cual su nueva condición de muerta pasó a un plano secundario. Ella llevaba su vida normal pero muerta, no tenía ninguna identificación ergo no podía ir al hospital ni trabajar. Lo que más echaba en falta eran las visitas al centro sanitario, más por la costumbre que por las dolencias. Si iba no tenía escusa, saludaba al Doctor Esquerdo y él le decía ‘¿Qué tal está de salud ahora? ¡No se quejará!’y ella le decía ‘Qué va Doctor, si acaso me quejo de no poder quejarme con fundamento.’

Mis hijos y yo estábamos acostumbrados a su presencia, nos protegía, nos consolaba de su propia ausencia en el duelo e incluso tenía tiempo de meterse en líos con las vecinas.

El caso es que cuando yo me tuve que ir, ella no lo aceptó. Mis hijos sí, con todo el dolor de su alma, no lo quieres aceptar pero entra dentro de cualquier mente pensar que un día tus padres, se irán. Sin más. Duele mucho, pero a la vez tienes la obligación de obedecer las órdenes propias de tu madre diciéndote que seas feliz. Lo que no cabe en ninguna mente, porque no es natural ni justo ni humano, es la muerte de un hijo. Tu propia existencia de ríe de ti, hace una espiral en tu línea de vida y lo que te da, te lo quita. Mi madre estaría muerta, pero sigue siendo mi madre.

Y ahora las dos estamos muertas, yo pululo entre mis hijos ciegos ante mi presencia y tengo que hacer teatro y comportarme de manera natural con el espíritu de mi madre.

Así que me paso el día haciendo de viva para mis muertos y de muerta para mis vivos.

jueves, 5 de mayo de 2011

¿Por qué, mamá?

Pasado el mediodía, lo único que se escuchaba en el patio de vecinos era el tac tac tac de los cuchillos cortando rítmicamente alimentos para el almuerzo. Cuchillos largos, pequeños, dentados cortaban carnes magras, aguacates, cebolletas y berenjenas. Era un conversación de golpes sobre tablas de maderas y convención de niños que iban a preguntarle a sus madres que qué hacían.

Era sábado y la niña Ana fue a la cocina ante la hipnótica repetición, embobada por la peligrosidad de aquellas herramientas de asesinos y cocineros. Su madre era escritora, publicaba en algunos periódicos, freelance, blogs, charlas, pululaba por el curioso mundo de las editoriales y artículos de colaboración. Tenía cierta tendencia a insertar pequeños brillos mágicos a todas las anécdotas si es que no le convencía del todo la explicación real. Por eso, cuando su hija Ana empezaba su retahíla de ¿porqués mamá? su madre tenía que pensar qué explicación darle, como una lucha interna por contarle a su hija la verdad. Pero la verdad a veces no era ni la más justa, ni la más artística ni la más curiosa.

Para entender el “porqué mamá” de hoy había que retroceder al día anterior, intrépido flashback para alguien de 4 años, cuando volvían a casa después de pasar la tarde en casa de los abuelos. Su madre siempre iba despacio, sigilosa, un tanto insegura al volante. Le tenía demasiado respeto al asfalto y sus consecuencias. Aquella carretera entre el centro y los suburbios estaba plagada de baches, que hacían que a la niña se le subiese el estómago, que su yo se elevase por encima de su cuerpo, como un irse de sí momentáneo. Por eso le preguntó a su madre, que qué eran, baches hija, son baches, ¿y para qué mamá?, para que la gente vaya más despacio, ¿y porqué? porque a veces la gente va muy rápido y pueden tener un accidente, ¿y de qué los hacen?

-Un momento de dilema interno y da su respuesta.-

Los hacen de gente mala, dentro de lo que tú ves hay personas que han sido malas. ¿Los que hacen accidentes porque corren? A veces, también hay más gente. La mayoría de los que salen por la tele terminarán tarde o temprano siendo un bache en la carretera. ¿Y él? Sí hija, tu padre también es un bache. Yo no sé, no le conozco, pero seguro que sí.

lunes, 18 de abril de 2011

A Blanca.

Ahora que tus palabras son de adulto
y tus ideas están aun tiernas.
Ahora que las fronteras caen a tu paso
pisadas con andares de mujer, descalzos.

Ahora que tus curvas dominan el mundo
y tu mente precipita planes.
Ahora que tu conciencia suena a grillo
y el límite de tu concentración es rubio.

Ahora que el tiempo se frena a tus súplicas
y los días se continúan en las noches,
sin preguntas.

Ahora que parece ser que tú decides
y te toman en serio por una cifra,
ahora que tú puedes ser quien quieres,
es tu momento.