Desde que pasé la delgada línea que te incita la edad adulta cogí una costumbre que sigo manteniendo aun hoy día. Cada vez que paso por Granada voy a aquella tienda de té de hace cien años y pido uno nuevo, uno rico y el de mil flores. Es curioso como los olores acaparan una parte de tu cerebro que hace saltar recuerdos aun intentando taparlos con cemento. Tienen ese poder que perdura y viaja, como un agujero negro entre tu infancia, el plástico malo de los juguetes, el pica pica, los libros nuevos, un bareto de mala muerte y la casa de algún buen amigo. Te atrapa hasta el suavizante que tu madre usaba. Te lo recuerdan los jerseys, incluso los jabones de la facultad o la colonia que usaba tu padre cuando eras una cría. Son esos olores que te dejan desnuda en tu conciencia, te atan de manos a una silla y te proyectan la cinta de lo que pasó mientras tu nariz cataba lo que procediese. Una pesadilla o una sorpresa que te alegra el día.
En mi caso, aquella tienda de té tenía más de erótico soterrado y de familiar que de exótico y atemporal. Una vez, cuando acababa de empezar la facultad, me fui con unos muy buenos amigos o hermanos de sangre, por uno u otro motivo, a Granada. A ver por fin la Alhambra, a tapear como cosacos y enamorarnos a más no poder. Era esa efervescencia del sur que, te hayan dado vela o no en ese entierro, te viola y no te deja impune.
Si Granada fuese mujer, sería morena y de caderas anchas. Se reiría fuerte y tendría ojos de morisca y boca de española. Sería el resultado de una aventura entre dos razas puras que reniegan de la otra por no querer entenderse, pero lo hacen, y de qué manera. Tendría fuerza en las manos, andaría a taconazos, de muslos anchos y carácter fuerte. Sería tan linda que daría miedo acercarse. Creo que por eso los granaínos tienen fama de mala follá, porque en el fondo temen que les cambien su ciudad, y la cuidan con irascibilidad y acidez. De primeras, que luego te cogen de los hombros y se convierten en el mejor huésped y acompañante de toda Andalucía.