sábado, 28 de enero de 2012

Granada y sus olores.

Desde que pasé la delgada línea que te incita la edad adulta cogí una costumbre que sigo manteniendo aun hoy día. Cada vez que paso por Granada voy a aquella tienda de té de hace cien años y pido uno nuevo, uno rico y el de mil flores. Es curioso como los olores acaparan una parte de tu cerebro que hace saltar recuerdos aun intentando taparlos con cemento. Tienen ese poder que perdura y viaja, como un agujero negro entre tu infancia, el plástico malo de los juguetes, el pica pica, los libros nuevos, un bareto de mala muerte y la casa de algún buen amigo. Te atrapa hasta el suavizante que tu madre usaba. Te lo recuerdan los jerseys, incluso los jabones de la facultad o la colonia que usaba tu padre cuando eras una cría. Son esos olores que te dejan desnuda en tu conciencia, te atan de manos a una silla y te proyectan la cinta de lo que pasó mientras tu nariz cataba lo que procediese. Una pesadilla o una sorpresa que te alegra el día.

En mi caso, aquella tienda de té tenía más de erótico soterrado y de familiar que de exótico y atemporal. Una vez, cuando acababa de empezar la facultad, me fui con unos muy buenos amigos o hermanos de sangre, por uno u otro motivo, a Granada. A ver por fin la Alhambra, a tapear como cosacos y enamorarnos a más no poder. Era esa efervescencia del sur que, te hayan dado vela o no en ese entierro, te viola y no te deja impune.

Si Granada fuese mujer, sería morena y de caderas anchas. Se reiría fuerte y tendría ojos de morisca y boca de española. Sería el resultado de una aventura entre dos razas puras que reniegan de la otra por no querer entenderse, pero lo hacen, y de qué manera. Tendría fuerza en las manos, andaría a taconazos, de muslos anchos y carácter fuerte. Sería tan linda que daría miedo acercarse. Creo que por eso los granaínos tienen fama de mala follá, porque en el fondo temen que les cambien su ciudad, y la cuidan con irascibilidad y acidez. De primeras, que luego te cogen de los hombros y se convierten en el mejor huésped y acompañante de toda Andalucía.

viernes, 13 de enero de 2012

Nuria se levanta cada día a las 10 de la mañana haciendo el amor.

Nuria se levanta cada día a las 10 de la mañana haciendo el amor. Hace de despertador de las hormonas del bloque y se pone en pie con el pijama, hacia la taza de café y un tazón de fresas. Va con calcetines, culottes, camiseta de tirantes blanca y mancha de chocolate a media espalda. Vive en el 5º y yo en el 4º. Y cada mañana, a eso de las diez, escucho como se levanta, como coge su taza, su tazón y su alma y se apoya en el alfeizar, mirando no sé qué allá abajo. Le sonríe al mundo y le avisa a voces de que ya está en pie, preparada para comérselo. Luego se camufla el deseo en ropa y baja a la calle, bolso y carpeta en mano. Y ahí la pierdo de vista y puedo decir que ya tengo la energía para seguir un día más.

Nuria vive en mi calle pero no somos vecinos. Son bloques enfrentados con 4 carriles de por medio, semáforo e incluso distancia. Pero desde mi casa se ve lo que hace por las mañanas y lo que piensa y lo que medita cuando agacha el libro que lee en el sofá marrón esquinero, con los pies subidos sobre una manta.

Igual los carriles que hay entre medias son de ropa y no de coches, y en realidad compartimos en mismo patio de luces, el mismo conserje y el mismo ascensor. Igual sé cómo se apellida y que vive tan acompañada que soy yo el que vive sólo. Y sonríe por las mañanas y se aferra a la carpeta cuando sube a su piso donde le esperan o espera. Pero no me espera. Igual es ese no saber que existimos lo que no nos hace vecinos.

Porque los vecinos se piden sal y se piden que cuide a los niños y se preguntan por las navidades y se dicen que parece que el tiempo va a abrir. Pero yo, me temo, que no puedo acabar de hablar con ella. No porque no oiga, que escucho y atiendo, aunque poco a poco se pierde, igual que la voz que me lleva abandonando desde que me la dieron. Y para cuando llega una persona con quien la quiero usar, hace estragos en su ritmo solapándose con el nerviosismo y suelta pitos y cruces. Según el logopeda es normal, y sólo puedo ralentizarlo, controlando que se vaya tarde. Y Nuria sube conmigo, en el ascensor, y yo me imagino que subo con ella, y que le digo algo. Lo he ensayado mil veces en el espejo, hablando calmado y sin saber qué hacer con las manos. Tartamudeando incluso y tropezándome con mis buenas intenciones metiéndome en el lodo que yo he mojado. Así que me limito a escuchar cómo se levanta a las 10 de la mañana haciendo el amor, y cómo sube con su olor a champú en su nube de pelo a su casa.