miércoles, 22 de febrero de 2012

La caja azul.

Cuando era pequeña notaba que me faltaban mis abuelos. Sabía que cuando en el cole organizaban meriendas con ellos, en las que los niños les enseñaban su clase y sus colores, sus mesitas bajas hexagonales y sus pizarras grandes, yo no podría llevar a nadie. Sacaban chocolate caliente, montañas de bollos y todos los niños iban como si tuviesen un globo, correteando por allí con el brazo dislocado y el abuelo persiguiéndole detrás, con cara de embobado. Yo era de los que estaba de lado y llegaba a casa diciendo que no había podido llevar a nadie cuando todo el resto tenía a quién llevar, y mi madre me recordaba que mi abuela vivía lejos. Pero yo sabía que no estaba tan lejísimos, se te hacía de noche en el coche si salías después de comer, pero no era tan lejísimos. Además, ella no tendría ni que pedirle permiso al abuelo porque él si que no podía venir porque estaba muerto. Y ahí me quedaba yo, sin respuesta y sin abuelo al que llevar.


Justo ese invierno de antes había sido de subir y bajar todo el rato al norte al hospital. A mí me metían en el coche y cada vez me enseñaban un hospital diferente en el que había que estar más en silencio. Venía alguna de mis tías y me compraba un cuadernito de colorear números con un color marcado, que a mí me aburrían porque no me dejaban pintar lo que yo quería. Eso y un sacapuntas de un trenecito muy gracioso, de colorines, que cuando le dabas a una manivela que llevaba en el morro sacaba punta. Y con el trenecito me pasaba los viajes de vuelta, y me decían que la abuela había cogido mucho mucho frío por salir sin bufanda y sin guantes en invierno a la calle. Esta era mi otra abuela, la que si tenía excusa porque creo que en ese momento ya estaba muerta o todos lo intuíamos. Era pequeña, eso del tiempo era cosa de adultos. La otra era simplemente que no le daba la gana venir a vernos.


En uno de los hospitales me dieron un regalo de cumpleaños. Y no pude jugar con él porque los hospitales eran sitios serios donde no se podía jugar, me decían. Pero luego también un día que mi abuela estaba mejor, fuimos mi tía, con mi hermana y alguien más, a la habitación de la abuela con la coronita de feliz cumpleaños que nos habían regalado. Era una diadema plateada de los chinos, hortera pero muy graciosa, como de princesita, en la que ponía felicidades en pequeñito. Fuimos para el cuarto y mi tía la de los colores se puso la diadema en la cabeza, cogió una botella de agua con la otra mano y un cuaderno que había por ahí encima. Levantó el brazo de la botella y se proclamó la estatua de la libertad. Yo me reí un montón, creo que fue la única vez que me reí estando en el hospital. Luego otra vez fuimos en un ascensor que hablaba.


Cuando acabó esta época vino la de ir a su casa vacía y recogerlo todo. Confieso que aun hoy en día solo me acuerdo de la casa vacía, cuando ya no había abuelos y sólo había montañas de cosas, y polvo y un color opaco y olor a naftalina fuerte. Tenía techos altos, muebles viejos y muchos libros en un despacho. Lo primero que yo hice fue entrar en ese despacho y apropiarme de una cajita que encontré por ahí encima. Al día siguiente íbamos a volver, así que la dejé encima de una silla en medio del despacho para volver a por ella al día siguiente antes de salir otra vez de vuelta. Cuando llegué a recogerla había dentro una mariposa muerta. Supongo que la dejaría abierta, o yo ya no sé, pero el caso es que me aferré a aquella caja azul como si fuese mi vida. Era como de joya, para un colgante, pero de cartón, no tenía nada. Lo tenía todo si tenías 6 años.


Tenía la magia, de ser lo único que recuerdo con cariño de la casa de mis abuelos, de haber tenido una mariposa y de poder llegar a ser lo que yo quisiese. Podría haber desaparecido si hubiese querido, metiéndome en la cajita. Y me volví a mi casa, de vuelta en el coche, con la pesadumbre de vaciar una vida, con mi caja azul marina.


Al día siguiente había clase. Y yo me fui con mi tesoro a enseñárselo a la persona a la que creo, más quería en ese momento, que era mi profesora de guardería. Era mayor, veterana en preescolar, abuela sin nietos y felicidad murciana. Era la ternura en el carácter, una luchadora que nos apadrinó a mi mejor amigo y a mí como nietos y se cambió de ciclo para seguir siendo nuestra profe. Era la que me preguntaba que por qué estaba triste cuando no podía llevar a mis abuelos a las chocolatadas y la que me decía buenos días por la mañana desde su bata blanca. Era como un ángel de la guarda para mí.


El caso es que fui con mi secreto hecho caja y se lo di en mano para que lo viese. Entiendo que la situación fuese un poco confusa para ella, porque cuando lo abrió no había ni joya ni objeto que prometía el envoltorio. Sólo había hueco y desamparo. Pero ella sólo vio la caja, y no creo que hubiese visto la intención. De hecho no me acuerdo a dónde fue a parar ni tan siquiera, no sé si me la devolvió o se la quedó. No sé siquiera si alguien de mi familia sabía que la tenía. Creo que de eso sólo me acuerdo yo, que para algo tenía 6 años y conciencia.


Muchas gracias a mis correctores favoritos, que me torturáis con críticas malvadas y me reclamáis más entradas.

sábado, 28 de enero de 2012

Granada y sus olores.

Desde que pasé la delgada línea que te incita la edad adulta cogí una costumbre que sigo manteniendo aun hoy día. Cada vez que paso por Granada voy a aquella tienda de té de hace cien años y pido uno nuevo, uno rico y el de mil flores. Es curioso como los olores acaparan una parte de tu cerebro que hace saltar recuerdos aun intentando taparlos con cemento. Tienen ese poder que perdura y viaja, como un agujero negro entre tu infancia, el plástico malo de los juguetes, el pica pica, los libros nuevos, un bareto de mala muerte y la casa de algún buen amigo. Te atrapa hasta el suavizante que tu madre usaba. Te lo recuerdan los jerseys, incluso los jabones de la facultad o la colonia que usaba tu padre cuando eras una cría. Son esos olores que te dejan desnuda en tu conciencia, te atan de manos a una silla y te proyectan la cinta de lo que pasó mientras tu nariz cataba lo que procediese. Una pesadilla o una sorpresa que te alegra el día.

En mi caso, aquella tienda de té tenía más de erótico soterrado y de familiar que de exótico y atemporal. Una vez, cuando acababa de empezar la facultad, me fui con unos muy buenos amigos o hermanos de sangre, por uno u otro motivo, a Granada. A ver por fin la Alhambra, a tapear como cosacos y enamorarnos a más no poder. Era esa efervescencia del sur que, te hayan dado vela o no en ese entierro, te viola y no te deja impune.

Si Granada fuese mujer, sería morena y de caderas anchas. Se reiría fuerte y tendría ojos de morisca y boca de española. Sería el resultado de una aventura entre dos razas puras que reniegan de la otra por no querer entenderse, pero lo hacen, y de qué manera. Tendría fuerza en las manos, andaría a taconazos, de muslos anchos y carácter fuerte. Sería tan linda que daría miedo acercarse. Creo que por eso los granaínos tienen fama de mala follá, porque en el fondo temen que les cambien su ciudad, y la cuidan con irascibilidad y acidez. De primeras, que luego te cogen de los hombros y se convierten en el mejor huésped y acompañante de toda Andalucía.

viernes, 13 de enero de 2012

Nuria se levanta cada día a las 10 de la mañana haciendo el amor.

Nuria se levanta cada día a las 10 de la mañana haciendo el amor. Hace de despertador de las hormonas del bloque y se pone en pie con el pijama, hacia la taza de café y un tazón de fresas. Va con calcetines, culottes, camiseta de tirantes blanca y mancha de chocolate a media espalda. Vive en el 5º y yo en el 4º. Y cada mañana, a eso de las diez, escucho como se levanta, como coge su taza, su tazón y su alma y se apoya en el alfeizar, mirando no sé qué allá abajo. Le sonríe al mundo y le avisa a voces de que ya está en pie, preparada para comérselo. Luego se camufla el deseo en ropa y baja a la calle, bolso y carpeta en mano. Y ahí la pierdo de vista y puedo decir que ya tengo la energía para seguir un día más.

Nuria vive en mi calle pero no somos vecinos. Son bloques enfrentados con 4 carriles de por medio, semáforo e incluso distancia. Pero desde mi casa se ve lo que hace por las mañanas y lo que piensa y lo que medita cuando agacha el libro que lee en el sofá marrón esquinero, con los pies subidos sobre una manta.

Igual los carriles que hay entre medias son de ropa y no de coches, y en realidad compartimos en mismo patio de luces, el mismo conserje y el mismo ascensor. Igual sé cómo se apellida y que vive tan acompañada que soy yo el que vive sólo. Y sonríe por las mañanas y se aferra a la carpeta cuando sube a su piso donde le esperan o espera. Pero no me espera. Igual es ese no saber que existimos lo que no nos hace vecinos.

Porque los vecinos se piden sal y se piden que cuide a los niños y se preguntan por las navidades y se dicen que parece que el tiempo va a abrir. Pero yo, me temo, que no puedo acabar de hablar con ella. No porque no oiga, que escucho y atiendo, aunque poco a poco se pierde, igual que la voz que me lleva abandonando desde que me la dieron. Y para cuando llega una persona con quien la quiero usar, hace estragos en su ritmo solapándose con el nerviosismo y suelta pitos y cruces. Según el logopeda es normal, y sólo puedo ralentizarlo, controlando que se vaya tarde. Y Nuria sube conmigo, en el ascensor, y yo me imagino que subo con ella, y que le digo algo. Lo he ensayado mil veces en el espejo, hablando calmado y sin saber qué hacer con las manos. Tartamudeando incluso y tropezándome con mis buenas intenciones metiéndome en el lodo que yo he mojado. Así que me limito a escuchar cómo se levanta a las 10 de la mañana haciendo el amor, y cómo sube con su olor a champú en su nube de pelo a su casa.