jueves, 25 de febrero de 2010

"Sindicato contra finales fatales"

Cuando me intenté enfrentar al folio en blanco después de 3 semanas, vi que estaba totalmente seca de ideas. No había ni una anécdota que se me ocurriese, una catástrofe total.

-Personajes estrambóticos con manías raras, ¿qué os pasa?

Y resulta que los personajes de fantasía o de realismo mágico inventados por uno mismo pueden llegar a reunirse en sindicatos en tu contra. O a su favor, depende del punto de vista. “SCFF” o lo que es lo mismo, “Sindicato contra los finales fatales”.

Tras una larga charla con el representante de mis personajes, llegué a la conclusión de que mis propios personajes me odiaban. Estaban cansados de finales fatales, en los que sólo les acontecían desgracias, todos sufrían de mal de amores, o terminaban muertos, o dejados a la deriva sin un final certero. Me exigían que les diese un desenlace algo más agraciado para ellos, que querían un poco de estabilidad. Querían una casita en la playa, o tal vez encontrar a una persona que les cuidase, o un trabajo digno, o qué se yo, un viaje, ¡algo bueno!

Y por eso estaban en huelga. Tenían como rehén a todo mi arsenal de ideas catastróficas y amenazaban con prenderle fuego a menos que me plantase un huerto de felicidad o de María o de lo que me diese la gana para que ellos pudiesen tener una anécdota graciosa y vivir tranquilos.
Así que mis personajes me dejaron con mi conflicto interno al más puro estilo de tragedia clásica. Por una parte, mis historias catastróficas eran mi punto fuerte, no quería abandonarlas. Que se fastidiasen ellos, eran mis invenciones, así que les pasaría lo que yo dijese. Aunque no sé en qué momento me vino la idea de que pudiesen aliarse contra mí y fundar un sindicato… ¿sería mi culpa?

El caso es que no quería rechazar mis fantásticas tragedias porque cuatro chavales, la mayoría no superaba los 25, y algún padre, vendedora de flores y príncipe y princesa, espantapájaros y demás, me dijesen lo que tenía que hacer. Eso sería muy paradójico, sería como si yo misma me estuviese mandando lo que hacer.

Pensando y pensando, decidí acudir al magnífico Platón y a sus paranoias mentales. Lo bueno de la filosofía que puedes materializar espacios que no habrían existido si no hubiesen sido inventados. Así, por ejemplo, existía un pasillo entre el mundo de los sueños y el de cuando estás despierto. No un pasillo negro y ominoso, más bien como los pasillos de las cadenas de televisión, con una mesita en la que había cafeteras, leche y vasos para quien quisiese. No había azúcar, así se evitaba que nadie se quedase a tomar café de por vida.

Para enfrentarme al complot de invenciones, decidí cargarme los bolsillos de ketamina, un potente tranquilizante para caballos, y acudir a Platón. Mi querido Platón me había dado una bonita llave para conseguir una fuente de ideas inagotable: el mundo de las ideas. Lo único que necesitaba era hacer que yo, como auriga, me dejase guiar por mi caballo blanco. Cualquier individuo que haya sobrevivido a la filosofía de primero de bachillerato sabrá que todas las almas están compuestas por tres partes, y digamos, que mi intención era drogar a mi caballo malo para dejar al bueno guiarme hasta el cielo, saludar a los dioses y robar ideas. Como son ideas, no ocupan, y así yo podría, a golpe de tranquilizante, hacerle un boicot a mis propios personajes.

Mi ketamina y yo nos fuimos a dormir, en el pasillo preparé la jeringuilla con la cantidad para drogar a mi jamelgo durante unas horas y crucé la siguiente puerta, chuté al caballo y con la velocidad propia de los sueños, llegue al mundo de las ideas. Y no sentí nada por el momento.

Para cuando me fui a despertar, tenía la cabeza a reventar de historias. Se me ocurrían con mirar al despertador, por la ventana, al ir al baño, eran tantas que me estaba entrando jaqueca.
Ya sólo me quedaba escribirlas. Y así fue como empezó todo.

Supongo que estoy cansada de finales fatales y por qué no, hay muchas historias por escribir.
La tuya también.

*Mapi* 24 Febrero de 2010

martes, 2 de febrero de 2010

El almacén de las palabras no dichas.

Ella era la guardiana de las palabras no dichas. Y es que existe un almacén a donde va todo lo que nunca se dice. Todas las palabras que nos tragamos, pegajosas entre saliva, que dejamos entre el caos de nuestras ideas, que no decimos por miedo a la respuesta o porque sabemos, que podrían cambiar la historia. Son esos “te quiero” por los que no se derribaron muros, esos “lo siento” por los que cayeron los grandes imperios. Todos ellos, se quedan flotando en el aire, a la espera de que el emisor, en algún momento, decida tomarlas de nuevo y retomar la conversación, recoger las pobres palabras abandonadas en la cuneta.

La idea de construir un almacén surgió de la problemática de la materialización de estas frases. Cada palabra que no se decía era susceptible de cambio para que se pudiesen usar de nuevo. Porque habría que dar explicaciones, detalles del por qué no se dijo, contar el contexto y la historia, qué fue lo que cegó nuestros impulsos y nos hizo caer en un charco de silencio. Así, cada vez las palabras se reproducían y duplicaban, se hinchaban y cada vez ocupaban más espacio, dejando menos hueco para las personas. Y como eran más grandes, eran más visibles, e iban acompañando a su proyecto de emisor. Como si fuesen un manojo de globos de helio de colores, iban retumbando por encima de nuestras cabezas, haciéndose cada vez más grandes y vistosas, y haciéndose más propensas a que su receptor las viese. Y si se veían, ya no tenían utilidad, se eliminaba el factor sorpresa, hacía que la gente se sonrojase al ver los secretos mejor guardados escritos en palabras, revoloteando por encima de la cabeza de algún conocido.

Así que se decidió comenzar la construcción de un almacén que recogiese las palabras. Por las noches iban llegando a esta biblioteca de las intenciones los visitantes. Llegaban ocultos en bufanda y gorro, dejaban su puñado de deseos en el caldo de cultivo de la trastienda y se iban. Pero el único problema del almacén, era que sus dueños los abandonasen como a los perros cojos y no volviesen a por ellos, que la suerte del destino no es buena niñera de las palabras, y somos nosotros los que debemos moldearlas y darles fuerzas para que lleguen lejos y cumplan sus funciones. Para impulsarlas hacia el cielo y que la realidad se haga oíble, legible, palpable y asimilable, que lo que es cierto, salga y vuele, no que se quede en una caja empolvada en el almacén de palabras.
Si lo sientes, dilo. *Mapi* 2 Febrero 2010